domingo, 14 de julio de 2013

En busca del terror


El escritor sudaba la gota gorda ante el papel en blanco. Causas dobles o doble causa. El agobiante calor de julio y la ansiedad de no saber con qué rellenar los folios inmaculados. Había más tinta en sus dedos haciendo pequeños dibujitos que en las hojas de papel amarillento que utilizaba para hacer los borradores. Aparte tenía sueño, y le picaba la espalda.
Pensaba en cómo empezar una historia de miedo, que pasara entre calores y eriales, bajo la canícula, pero las pocas ideas que tenía eran desechadas enseguida por el sentido común, por la pereza o porque la autocensura de su cerebro imponía una mínima coherencia al manuscrito. Se acordó de intentos fallidos anteriores. No sabía cómo combinar el fuerte sol con horrores sin nombre. Recordó al sheriff indio, un personaje que apareció en verano pasado y del que sólo había un esbozo y un dibujo en un cuaderno. El personaje era bueno, pero lo que contaba era una mierda. Volvió a ponerse. 
Sólo le rondaban por la cabeza ideas descabelladas de pulpos, pelirrojas, billetes extranjeros, agua fresca del refrigerador y las ganas de ducharse.
—Ya me duche ayer —decía la parte vaga de su cuerpo—. 
—Pero estarías más fresca —respondía la agobiada—.
En penumbra, observaba todo lo que tenía a su alrededor, buscando quizá algo con lo que inspirarse; en realidad, algo con que entretenerse. Pensó, pensó, miró, pensó, se rascó la espalda mojada, y vio que era domingo, el Sol caía a plomo sobre la faz del terruño, los coches y las motos pasaban, se sentía mal, el sueño le vencía por momentos por las noches anteriores, horribles y eternas, y la nostalgia de cualquier cosa le comía por dentro, ya hubiese pasado hace un mes o diez años. El punch de boxeo le miraba. Las cosas a medio ordenar de la mudanza de hacía ya dos semanas. Las llaves que ayer olvidó. La cartera cada vez más vacía, aunque en realidad ese dinero que desaparecía no era suyo —otro derechazo al hígado—. Vio que era domingo, y como todas las personas sabias saben, el domingo es el día de la tristeza, aún más en verano. Atrapado en un cuerpo que era una cárcel de carne, abrasado por el calor, comprendió que el relato de horror y sol, de miedo y verano, era explicar lo atemporal de la situación, lo mil veces repetido antes. El Día de la Marmota. Supo que lo que pasa antes es como un sueño y que el presente en la clave de todo, y que su presente al menos hoy, estaba lastrado por la desgana, el terror a la soledad, el odio hacia lo que odiaba y al mundo en general. Al niño del vecino hablando idioteces por el telefonillo. Al picor de espalda y dolor de morrillo. A la gota que le infla la pierna. A la incomprensión de las actitudes de una masa que cree que piensa cuando se lo dan todo mascado. Al hartazgo de sí mismo. Esa cotidianidad era el TERROR que estaba buscando.

jueves, 23 de agosto de 2012

De lo último


Miniatura tétrica de tarde de verano



Cerró los ojos. Oía las chicharras en lo alto de los pinos.

Se vio en su celda de tierra, en el sitio donde lo habían metido, casi una cueva, como dentelladas de pala robadas al suelo. Los caliches y las raíces secas adornaban las paredes. El techo era una simple tabla. Desde dentro de su cabeza escuchaba un locución monótona y apagada: “ponte en mi lugar… ponte en mi lugar”. Notó algunas costillas ceder ante una fuerza monstruosa y el ruido sordo de lo que cruje desde dentro; las laceraciones eran profundas, ardían como hierros al rojo vivo; sentía su cuerpo mancillado y era extraño, había órganos que él no conocía; más no le dolió. Sólo lágrimas inundaron sus ojos. Al principio era lo normal, los lacrimales segregaban su sustancia, pero al cabo de un rato, alrededor, empezó a fluir más y más, por todos los lados. Una corriente gélida y salada salía disparada entre sus globos oculares y las órbitas del cráneo; el cerebro se le licuaba y salía despedido por las rendijas, haciendo que los párpados actuasen como un agujero en la lona de un zeppelín, vibrando de una forma punzante. Las pestañas salían disparadas. La habitación se inundaba poco a poco, sentía que se ahogaba con sus propias lágrimas. Terrones de tierra empezaban a desprenderse de las paredes. Todo se paró. Olía a tierra mojada. El terreno drenaba poco a poco el líquido. Se encontraba agotado. Cuando el suelo absorbió todo el caldo, dejaron un esqueleto completo, limpio, en el suelo. A su alrededor florecían flores azules y cardos morados, una maraña de zarcillas espinosas se enrollaron por las tibias y el fémur, hasta llegar a la cadera. Después, a una velocidad de vértigo, y a través de las vértebras y las costillas se materializó un torso. Después la carne rellenó la calavera. Lo mismo ocurrió en las piernas, y lo que era planta trepadora pasó a ser carne. Apareció una mujer, muy bella, con olor a pino y a sal. “¿Te has puesto en mi lugar?” –preguntó-. Aunque hablara, estaba muerta. “Si –respondió él-, más no me dolió”. “A mí tampoco me dolió, estaba muerta, como ahora”. Sintió una gran pena. De verdad que la sintió. Se quedó a solas en la covacha, empapada. Algo fuera recitaba una salmodia machacona y cansada. Lo sentía a otro nivel de la percepción. Ya no sentía pesar alguno, y en las sombras de su jaula de tierra y madera, durmió durante mucho tiempo. De repente hubo calor.
 
Abrió los ojos. El cura acabó. Las chicharras seguían zumbando en la mañana calurosa. Una trampilla se habría bajo sus pies.
Estuvo allí, asfixiándose, colgando hasta morir.
Mas no le dolió.

lunes, 13 de agosto de 2012

La baliza de Yuggoth



Ésta es la hora en que los poetas lunáticos saben 
qué hongos brotan en Yugoth, y qué perfumes
y matices de flores, desconocidos en nuestros pobres
jardines terrestres, llenan los continentes de Nithon.
Vientos estelares ::: Hongos de Yuggoth ::: H.P.Lovecraft

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Wisdom Stelarship - Class XXXVI :::: :::: :::: :::: Commander P. Carnighan (Earth)
34 on board from Ceres to F.S. Aries 3
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Dicen que el Cosmos está lleno de cosas maravillosas, pero sólo vemos el vacío ante nosotros. Alguien erró los cálculos. Desconozco quién fue; ahora ya da igual. El vasto universo nos recoge con o sin fallos matemáticos. Algún planeta tuvo que estar en algún punto concreto de este espacio espectral y mudo, y no lo estuvo; su gravedad no nos desvió, y seguimos adelante adelante, y más adelante, pasamos el Sistema Binario EGH-896Z y nos adentramos más y más en la parte oscura, la que no viene en las guías ni en las cartas astronómicas de alta resolución. La nave tiene reservas de energía para un millar de años. Nosotros no tenemos tanta paciencia. La idea de volver a casa o a alguna base habitada por seres humanos revolotea por la mente de algunos de los más jóvenes, pero para los que sabemos más es una entelequia.  No nos sacaron de las minas del centro del planeta Tecnecio 3, y nos entrenaron como conejillos de indias espaciales, para ser recibidos como héroes. No podemos parar nuestro rumbo. No lo saben todos. Cuando desayunamos todos juntos, un muchacho asiático, criado en los campos nebulosos de las estaciones venusianas, nos habla de La Tierra. Suelta datos sacados de una enciclopedia que tiene encasquetada en su córtex. Nos habla de cielos azules y nubes blancas, de árboles frondosos y flores con olores fragantes; de comidas que jamás hemos soñado. Nos dice que allí comen animales. Todos se quedan absortos, con la boca abierta, como imbéciles. El contramaestre médico y yo, sí que nacimos en La Tierra, pero no les hemos dicho nada. Ni nada diremos. Lo hablamos ya en el campo de entrenamiento. Somos viejos –dijo-, los nuevos se creen cualquier cosa que ponga en sus malditas enciclopedias. No diremos nada, o nos bombardearán a preguntas. Yo sí he probado crujiente bacon cuando era pequeño, he llenado mis pulmones de aire con olor a humedad y bosque, me he bañado en los mares gigantescos y salados… los recuerdos de juventud ¡bah! Ahora de nada sirven, sólo para ver que la gran nave donde nos pudriremos algún día se achica cada día más, opresiva y silenciosa, surcando las distancias ominosas a un cuarto de la velocidad luz.

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Aunque el espacio es un desierto, lleno de la nada más terrible, en ocasiones, vemos algunas luces fantásticas que nos envuelven. Unas estrellas brillan siempre quietas en nuestro horizonte. Deben estar a distancias fuera de nuestro entendimiento, pues viajamos rápido, pero están quietas, brillando, con matices verdosos y liliáceos. Somos treinta y cuatro de tripulación.  Tres de nosotros somos ya de edad madura. El contramaestre médico, la inspectora científica y yo mismo. Los otros son jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro. Su misión es, aparte de sus tareas de navegación o de investigación, procrear. La nave hubiese alcanzado su destino en 257 años, así que la renovación debería darse, si se quería llevar a buen puerto la misión: la colonización primordial del Sistema Fronterizo Aries 3. Ahora sabemos que no llegaremos, pero los primeros nacimientos provocaron alegría generalizada. Los primeros niños nacieron sanos. Corretean ya por todos los lugares comunes. Cuando salimos despedidos del planeta que no estaba donde decían que debía estar, todo empezó a torcerse.  Apenas había fecundaciones exitosas; los embarazos eran más largos de lo habitual y las muchachas no tenían barriga. La inspectora científica, con buen criterio, abortó a esas criaturas; sólo sacó de los vientres de las madres pequeños fetitos múltiples en racimo, enquistados. A partir de ahí, ninguna mujer quiso quedarse embarazada, y dado que nuestra misión había fracasado, solicitaron la esterilización al comandante. Me pusieron en un compromiso moral que no sé si me correspondía. Sólo soy un mercante estelar reciclado de las minas prisión. Acepté, y nadie puso pegas. Todas las tripulantes en edad fértil fueron esterilizadas menos una, que no quiso, y las niñas que habían nacido a bordo. Las pequeñas, que lo pidan en el futuro, y si yo estaba muerto, mejor.

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Seguimos la ruta improvisada hacia las estrellas que jamás se ponen en lontananza. Que el sistema de navegación remoto falle no sabemos si se debe a la distancia del Cinturón de Asteroides, o es porque los que controlan han muerto. Nos dijeron que viajar tan rápido en el espacio puede alterar las coordenadas espaciotemporales. Personalmente opino que nos han dejado de la mano de Dios por la equivocación. Sólo se puede parar manualmente una sola vez, si llegamos a un destino deseado… o cualquier otro. Nuestro cartógrafo estelar, un bosquimano menudo y siempre alegre, ha detectado un planeta idóneo en el que podemos aterrizar, a una distancia de 58 años luz, orbitando alrededor de uno de esos astros verdosos que nos miran constantemente. Habrá que relajarse. Faltan 14 años y medio para llegar. Los invernaderos hidropónicos dan tanta comida que no tendremos ni que echar mano a las barritas extraenergérticas, de las cuales tenemos millones.

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Algunos experimentos están saliendo mal. La joven antillana que aún albergaba la posibilidad de ser madre ha descongelado los fetos que no salieron adelante. Los ha cortado en secciones. Por dentro, había nidos de un extraño polvo. El contramaestre botánico los ha examinado; ha dictaminado que son esporas de hongos. No se explica cómo han podido llegar allí. Ignoro los mecanismos misteriosos de la naturaleza, sólo sé llevar naves a su destino lo más enteras posibles. Ahora todo el laboratorio de obstetricia está contaminado. Y no sabemos si el de botánica también. Los niveles de sólidos en suspensión son muy elevados. He ordenado clausurarlo. Se han trasladado al de fecundación, ya que parece que este no hará falta. He prohibido sacar nada de allí, así que algún instrumental que no estaba duplicado ahora es inservible. Mirándolo por el lado bueno, todos las niñas y la joven han sido esterilizados. Sigo muy de cerca la sala cerrada. Se está ennegreciendo por momentos; entre todo esa negrura palpita algo vivo. Destellos fosforescentes verdes, morados y azules ofrecen un raro espectáculo de fuegos fatuos. Sospecho que está creciendo.

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Ha pasado un año desde el Gran Esplendor. Así lo llama la tripulación. Los niños siguen teniendo sueños raros, pesadillas que les hacen gritar por las noches. Se le han administrado toda clase de calmantes y no remite. El Gran Esplendor fue durante las horas de sueño. Un polinesio gordo, proveniente de Ceres, hacía guardia, y oyó ruidos en el clausurado laboratorio de obstetricia. Llamó a todos los guardias de su perímetro. Me acerqué yo también. Delante de nuestros ojos hubo una danza de colores que parecían emanar de la negra pátina que lo cubría todo. En un momento dado, la presión empezó a subir en la sala. Cuando el monitor mostraba que había alcanzado las 500 atmósferas, los cristales de hiperseguridad cedieron, agrietándose como tierra seca. Las puertas aguantaron, pero por las rajas de las ventanas surgió la luz. Una luz verdosa. Se propagó por toda la nave en el silencio y la oscuridad de las horas de reposo. Los niños gritaron por primera vez. El resto sentimos vértigo y náuseas. Jamás  había experimentado nada semejante. Un calor sofocante que me dejó quemaduras; subía por mi cerviz;  la cabeza parecía que iba a ceder ante un cerebro que palpitaba como el corazón delator. No tuvimos la precaución de ponernos trajes de aislamiento, así que aspiramos las esporas. La angustia fue tal que algunos se volvieron locos; el piloto de segunda, escandinavo y hercúleo, se quitó la vida delante de todos golpeando su rubia cabeza contra un asidero de la pared. Una y otra vez, hasta que su sien crujió. Hubo descontaminación general. Fue un proceso duro, engorroso e incómodo. Una vez desinfectados, nos apiñamos en el compartimento estanco de popastelar. Los robots sellaron de nuevo el maldito laboratorio. Duró un mes el superautolavado fúngico de la nave. Apiñados como ratones en una bodega de antaño, sobrevivimos a base de barras extraenergéticas y agua condensada. La moral de todos quedó por los suelos después de aquello. Hoy los niños sueñan. Los más agoreros hacen profecías sobre esos sueños. Dicen que vamos hacia el desastre. Tampoco es que hilen muy fino; eso ya lo sabía yo cuando el planeta que tuvo que estar no estuvo. Desde el fuego fatuo los invernaderos se han secado en su mayor parte. Las frutas, antes jugosas, son ahora carbones de colores colgados en árboles raquíticos. Lo único que parece no sufrir el envite de las esporas son los cereales. Cada día comemos más barritas. Saben a chocolate o a copos con miel. Todos hemos llegado a odiar el chocolate y la miel de una forma espantosa. Incluso chupamos los limones resecos y amargos para quitar de nuestro paladar el dulzor tan empalagoso que supone comer esas barritas de mierda. Ayer, uno de los muchachos, hijo de una esquimal y un caucásico, vio en sueños hacía donde nos dirigíamos. Describió un mundo acuoso e insalubre, con un gran sol verde dando luz. Las sombras eran negras y moradas. La atmósfera hacía que la luz verde se descompusiera en violáceos rayos secundarios. Hablaba de extrañas aglomeraciones en forma de bosques de hongos. Setas gigantes, capas fúngicas de blanco fosforescente rodeaban las rocas, negras, formando extraños contrastes. Coladas de lava y formaciones sedimentarias de caprichosas dimensiones componían el grotesco paisaje. Dice que habló con sus habitantes, y le dijeron que esperaban desde hace eones nuestra llegada. Hasta a mí me ha inquietado. Faltan años para llegar, pero ese es el planeta predicho por el cartógrafo estelar. Estrella verde. Formas de vida primarias. Oxígeno suficiente para vivir. ¿Inteligencia? Deberíamos criogenizarnos estos años. La espera es lenta y asfixiante. Creo que somos como cerdos camino del matadero. ¡Humm! Bacon crujiente.

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El Gran Esplandor se ha vuelto a reproducir a un año de llegar al planeta. He insistido al cartógrafo ¿Habrá algún otro cuerpo con oxígeno aunque esté en el quinto pino? Y no, el espectrómetro no encuentra ninguno; mi impotencia es más fácil de encontrar. Esta vez las luces duraron más tiempo. Nos vimos obligados a meternos de nuevo en el compartimento estanco. Los niños son ya adolescentes. Recuerdan con terror la última vez, y el pánico se generalizó en pocos minutos por toda la nave. Un jardinero árabe se volvió loco con aquella luz. Cayó fulminado entre matas de calabacines. Lo vimos por la cámara de hiperrealidad tridimensional. Allí lo dejamos. Nos metimos demasiado rápido en la bodega. Los robots descontaminadores no parecían funcionar en esta ocasión. Tras dos meses y medio de pesadilla en el compartimento estanco decidimos salir, estuviera como estuviera el ambiente. Y digo de pesadilla, porque los sueños terribles de los nacidos en el espacio eran cada vez más funestos. Espantosos gritos se oían en la noche, que se sumaban a los sollozos de los padres. El contramaestre médico administraba calmantes, despilfarraba benzodiezapinas, pero parecía que él no las tomaba. Estaba irritable, arisco. Creo que es mi único amigo a bordo, y también creo, sin ser médico como él, que tiene las facultades trastornadas. Lo único que hace es beber licor que destila en el laboratorio a base de patatas grises y apestosas. Cuando al fin salimos de nuestro escondrijo, las cosas parecen normales. Los robots estropeados inundan las cercanías del laboratorio de obstetricia, pero los pasillos tienen su aspecto habitual, el aire es al 99% respirable y la nave sigue su rumbo, inexorable, hasta el confín del horizonte verdoso. El jardinero cadáver, que probablemente había muerto de un ataque al corazón, es lo más desasosegante que hemos visto hasta ahora. Está petrificado. Tiene una coraza esponjosa de hongos blanquecinos, pero por dentro es pura roca, negra, como esas momias antiguas conservadas en brea. Los robots lo ultraincineraron en el horno ígneo. No cometeríamos de nuevo el error de hacer experimentos. Fumigamos todo el huerto 4 desde el control derivado. No creo que crezca nada a partir de ahora. Nos hemos quedado sin melón. El melón con sabor a ceniza es mejor que ningún melón. No soporto esto. Espero la muerte con impaciencia. No quiero bajar a ese maldito planeta estúpido que nos espera.

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He tenido mis primeros sueños. El sol verde me iluminaba, y se oían tambores que sonaban acuosos y sordos. Unas extrañas criaturas, que atisbaba en la lejanía, hacían un ritual. Hubo un silencio. Al rato, voces humanas se unieron a la extraña percusión. Chillaban en un lenguaje repulsivo. No puedo negar que sentía miedo, pero más intenso aún, era mi odio. Odio primordial, difícil de controlar. Era como si me agujerearan el vientre con un teraláser molecular. En medio de uno de esos sueños, escuché en el mundo vigil susurros. Cuando desperté en mi cuarto, estaba rodeado de los muchachos de las estrellas. Me miraban. Los despaché desde la cama, pero no me hicieron caso. Me levanté y los empujé. Aún sentía ese odio visceral; su reacción fue rara y terrible. Comenzaron a cantar como el sueño. Era demasiado. He ordenado que los encierren en las celdas para rebeldes y que permanezcan incomunicados. Los miembros de la tripulación se han quejado. ¡Qué harto estoy! Quedan 3 meses para llegar a nuestro jodido destino. Las pruebas de afabilidad, docilidad y obediencia que les hicieron al salir de Ceres están saltando por los aires. Lógico. Estamos muy lejos, han pasado muchos años y la he tomado con sus hijos. Lo único positivo es que un robot censor ha encontrado contrabando en la nave. Trescientos cartones de cigarrillos. No sé quien los metería en el refrigeradorplus de estelostribor, pero tras veintitantos años sin fumar, mi compañero de fatigas, destilador de patata, y yo, echamos humos como fumarolas negras. La anarquía se apodera de la nave; a mí me da igual. A ver si nuestros hígados y pulmones revientan, y nos morimos de una maldita vez. Los canticos extraños y las profecías de chichinabo están acabando con la poca paciencia que me queda.

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En el laboratorio ha habido cambios. En el moho negro han empezado a proliferar bulbosas formas amarillentas. Parecen setas. Al principio eran del tamaño de la uña de un pulgar; ahora son como coles grandes. Los fungicidas y otros venenos que les administramos parecen no alterar el crecimiento. Si se apagan las luces tienen una extraña fosforescencia que sube hasta al techo. He cortado el oxígeno, a ver si así se agostan. Tampoco. Siguen creciendo a buen ritmo. Todos miran embelesados. Una de las laponas me ha dicho que estaban esperándonos. Parecen dóciles, como si no tuviesen sangre en las venas, pero la tripulación se está haciendo fuerte. Su sumisión aparente es una estratagema. Han liberado a sus hijos, lo sé; los han escondido en cualquier invernadero. ¡Qué les den! Hay algo que me impide pegarme un tiro… no sé que es, pero es así. Si no, me hubiese quitado de en medio hace unos cuantos años. Para colmo de desgracias, las extrañas formas de vida que crecen en el moho han adquirido un tamaño mayor que el de una persona. He intentado entrar con un lanzarayos iónico, pero los niños me lo han impedido. Abrieron el sellado de la habitación por la noche, no sé cómo diablos lo consiguieron, y ahora hacen de escudos humanos ante las enormes larvas fúngicas. Estoy muy cansado.
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¡Han nacido! Durante semanas han estado con los estúpidos cantos y velando su sueño. Los padres han venido arrepentidos para buscar una solución. Les he dado armas como respuesta. No les ha gustado nada. Al principio cría que los tripulantes que habían procreado estaban en el ajo, pero no. A medida que los huevos, o crisálidas, o lo que demonios fueran, crecían, veía en sus ojos un terror profundo, incluso mayor que el mío. Pero ahora no quieren matar a sus críos, aunque estén rodeados de… eso. De los múltiples capullos esponjosos surgieron los entes, el doble de altos que un ser humano medio. Su cuerpo es como la caperuza de una seta de cardo. Tienen dos extremidades superiores, que le salen de unas protuberancias. Al final de estas, una especie de fusta con pinchos multicolores hace de mano. En medio de lo que vendría a ser el pecho de un humano, les sale una cabeza translúcida, formada por bolas de diversos diámetros, que irradian una luz mortecina que cambia con su estado. Una esfera negra en el centro es el órgano con el que miran.  Al menos no salen del laboratorio. Los chavales pasan la mayor parte del tiempo con esas criaturas extrañas, hablando en lenguas no reconocibles por ninguno de los tripulantes de la nave, donde casi todos son de distinta raza. A medida que llegamos al planeta, los hijos de las estrellas están sufriendo mutaciones. La piel les está cambiando de color;  son de un color lila pálido, y unas protuberancias le crecen por debajo de la piel, justo en las amígdalas.  Los padres vienen a buscar explicaciones. El contramaestre médico está tan borracho y tan asustado que se niega a auscultar a ninguno de esos “engendros” –así los llama-. La inspectora científica ha muerto en extrañas circunstancias. De los nuestros, era la que más se relacionaba con las criaturas. Opinamos que murió intoxicada por  algo que desprenden esos seres. He tomado una determinación. Voy a destruir la nave. Algo en mi interior me lo quiere impedir, pero he de ser más fuerte. Parece que me leen el pensamiento o algo parecido. Vigilan para que no salga de las salas comunes ni de mi camarotestar. Los odio con todo mi corazón. He confiado mis planes al contramaestre médico. No ha puesto objeción, es más, dice que me ayudará en lo que sea preciso. El procedimiento será tan sencillo como eficaz. Con un traje de paseo de comprobación, saldré al exterior y haré detonar los reactores cuánticos con una bomba positrónica multifásica. El contramaestre médico me dará tiempo, entrando a sangre y laser en el laboratorio de las criaturas. Creo que ha estado tan borracho que han dejado de leer su mente. En eso confío.

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He salido. Veo a mi derecha el planeta a donde vamos. Es nebuloso. La atmósfera parece bastante densa. Ahora mismo tapa la luz del sol verde. Estoy a oscuras. Ni las megalinternas de litiouranio traspasan más allá de mis manos. Hace muchísimo frio. Pare

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ce cecee … el contramaestre medico ha caído. Lo he escuchado por radio. Antes de morir me ha dicho que ha matado a dos de esos seres y a tres de los nuestros. Al menos me ha dado tiempo a llegar al conducto secundario de evacuación de gases de los reactores. He dejado caer la bomba con un hiperelectroimán… en unos minutos todo habrá acabado. No. Una luz.
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L O A D E D… 99.9999999999999999%... 100% 
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Informe anexo del rescatador/reconocedor de cuadrante R.P. Albihamed: Adjunto copia de las notas mentales del Comandante Peter Carnighan, nacido en la Tierra, de raza caucásica, tripulante jefe de la Wisdom, nave que fue requerida en el informe 65489745MKJ, previo a esta búsqueda, hace 89.24 años. Descargada dicha copia del cadáver del mismo sujeto, hallado en la órbita del noveno planeta del Sistema recién descubierto Cornucopia Verde, denominado por la Gran Computadora Científico-Estelar como Yuggoth. Desde la implantación de la normativa 1987841/2598, y la consiguiente instalación del Memorizador Estándar de Recuerdos en todos los contramaestres y comandantes de la Flota, es la primera vez que se realiza en un cadáver tan antiguo, siendo los resultados de descarga óptimos, no así lo que en sus notas nos decía el finado comandante. Parecen las de un hombre desquiciado. Se han encontrado trozos de la Wisdom orbitando alrededor de Yuggoth, hecho que confirmaría la destrucción de la nave. El planeta referido carece de vida inteligente, o al menos así lo ha pronosticado la sonda Yuggoth 3, de reciente lanzamiento. Queda concluida la búsqueda y cerrado el informe.


R E  S  E  T    D A T A….  E R R O R…

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Una luz… viene hacia aquí… desde ese condenado planeta…

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miércoles, 1 de agosto de 2012

La maldición del libro

El viento sacudía los arboles y el légamo, aireado, se secaba rápidamente tras la tormenta. El joven Abe Troy deambulaba por el camino embarrado tras haber pasado toda la noche de lluvias en la taberna. No sabía donde había dejado su caballo. A lo mejor lo había perdido a las cartas, quién sabe. Tenía en la boca aún el sabor a madera del buen whisky y el olor a ungüento de las meretrices. A sus diecisiete años nunca había salido del condado, pero tenía mundo recorrido de sobras. Era rico siendo pobre, sin las obligaciones del abolengo ni la moral opresiva de los aldeanos de baja cuna. Ahora, colorado como la guinda de un bizcocho borracho, volvía a la mansión donde las criadas le despertarían con el desayuno en la cama cuando el sol se filtrase entre las brumas en su punto más alto.
Abe era herrumbre, pues herrero era su padre y herrero fue su abuelo; él sólo había visto el yunque y el martillo desde lejos, entre juegos de niños y despertares de juegos de mayores. Su madre le había buscado un empleo como pequeño criado de la familia en cuyas tierras se asentaba el pueblo de Targhenal, donde vivían su familia y trescientas almas más. Le repugnaba el trabajo físico y bárbaro de su padre. Tomaba el oficio materno de fregona, que él equiparaba en su mente al de prostituta, con mejor consideración, pues gracias a las labores de su madre había conseguido evitar el hambre, las palizas y el soplete de la fragua. De criado de bacín pasó rápidamente a compañero de juegos del joven Lord. Ambos tenían más o menos la misma edad e idéntica vena desalmada, que con el pasar de los años, pasó a una crapulencia sin límites. El viejo Lord, deformado por los vicios y los estragos de la edad, permitía en su casa toda clase de travesuras macabras. Abe y el joven Lord Costigan se hicieron famosos aún más allá del camino que llevaba a Leeds. En Halloween organizaban fiestas de máscaras, donde invitaban a los niños  para darles sustos de muerte; los crueles padres de las criaturas, cómplices, pasivos, reían la gracia entre los vapores etílicos y el humo denso del opio.
Estaba perdido. No se veía tan ebrio como para perder el Norte, así que se asustó un poco. El camino a casa se le antojaba extraño, oscuro, ominoso. Apenas si se oían las criaturas de la noche. Sólo a lo lejos un lobo aullaba desganado y triste. No pareciese que el bosque que cruzaba tuviese vida alguna, aparte de la exuberancia vegetal. Los búhos y los autillos parecían haber desaparecido, y ningún pequeño roedor se movía por la espesura. El camino poco a poco se iba secando, como si la tormenta de la tarde pasada hubiese respetado el corazón de  ese venerable bosque terrible. Abe no sabía dónde estaba, y andaba de una manera mecánica y torpe. Sus chapines tropezaban con piedras y maleza. El firme de la senda parecía no haber sido hollado por pie humano o carro desde hacía muchos años. Llegó el momento en el que la pequeña carretera forestal no se distinguía del bosque, tan sólo porque por el camino no creían árboles. Como mesmerizado por fuerzas más allá de su comprensión, el muchacho siguió andando hasta llegar a un claro; harto ya, con dolor de pies, se sentó en una enorme roca, que bien podía haber sido un pilar de un antiguo castillo, y se quitó los incómodos zapatos que la moda imponía por aquellas décadas del setecientos. Unas terribles ampollas le habían salido en la planta de los pies. “¿Cuánto tiempo habría caminado para semejante carnicería?”. Las luces del alba asomaban por oriente, y las estrellas que quedaban en el firmamento índigo brillaban con especial rutilancia.  En aquella bruma espectral del romper del día divisó cerca, y tan escondida que no había reparado en ella en la media hora larga que se lamentaba de su suerte en la piedra ciclópea, una pequeña cabaña. Era humilde, hecha con tablones embreados como por calafate de barco y techo cubierto de grandes lajas de pizarra. Un único y gran ventanuco de cristal anaranjado proyectaba la luz que le había llamado la atención.  Se acercó cojeando apoyado en un palo nudoso que había encontrado en el camino. Con un esfuerzo extenuante cruzó el claro del bosque, mirando sorprendido la extraña vegetación que crecía por el paraje. Bulbosas plantas suculentas que parecían tener sangre en vez de savia, se enredaban en toda piedra o arbusto, cubriendo de ominosa e insana vitalidad aquel paisaje triste y violáceo. Cuando llegó a la cabaña llamó con su bastón improvisado y gritando; había una mezcla de ira y miedo aterrador en su voz. Oyó un ruido dentro, ¡lo habían oído! Eso tornó su voz más chulesca que asustada. Pensaba que el que viviera allí seguro sería siervo de los Costigan, con lo que sólo tendría que amenazar para conseguir curas y una cama caliente, si es que de eso había en esa apartada covacha. Un anciano abrió la puerta y sin decir nada audible, al menos para Abe, le indico que entrara con un gesto. Hizo caso y se sentó junto al fuego. Era una única habitación, pero parecía mucho más pequeña vista por fuera. No estaba sucia como esperaba, pero sí que tenía un aspecto vetusto, arcaico, como parado en el tiempo. Gruesos anaqueles de roble negro que cruzaban una de las paredes contenían grandes volúmenes y objetos que parecían tan valiosos como extraños eran. El señorito Abe Troy pidió alimentos y una cama, como si el viejo fuese su lacayo. El hombre tan sólo esbozó una leve sonrisa carente de humor y se sentó en la mesa. Siguió leyendo y apuntando cosas en unos legajos carcomidos. Al muchacho le pareció una falta de respeto tal que se puso a gruñir. El anfitrión levantó la mirada y dijo:

- No sé quién sois, señor, pero es mi casa y creo que debería ser más amable. Cuando coma yo algo, dentro de un rato, en el desayuno; haré gachas. Si quiere beber algo en esa botella que está sobre la chimenea hay vino. Muy bueno, por cierto. Déjeme acabar y después comeremos. El sillón es confortable; también puede probar a dormir un rato. “Así me dejas tranquilo un rato” –pensó el anciano-.

- En todos mis años de andanzas por este condado jamás me había encontrado con semejantes insolencias. ¿Te ríes de mí acaso, puerco viejo del demonio? - Abe estaba fuera de sí. Era un tipo extraño, al que tenía un poco de miedo, pero la soberbia le pudo-. ¡Tienes que temerme, viejo! Soy una persona importante… el mejor amigo del hijo de Lord Costigan, payaso.

- No tengo el gusto de conocer a esos señores, amigo mío. No dudo que sean importantes, pero para mí no lo son. Vivo aquí desde más tiempo del que puedo recordar y nadie me ha molestado. Nunca pagué tributo a ningún rey o señor. Precisamente por eso me escondo en este bosque; no quiero que nadie me tenga que decir lo que debo hacer o no. Vos sois la primera persona con la que he hablado en una década, y ahora recuerdo por qué. Gracias por el recordatorio.
Al joven Abe le quemaban las orejas. Ante tamaño desprecio el cansancio había penetrado en su interior, pero su faz era la del ardiente y orgulloso mequetrefe. Pero algo tenía el vino, que le impedía levantarse y liarse a guantazos con aquel ser minúsculo y blanquecino, arrugado como la fruta podrida. “¿Sería algún veneno?” Iba a replicar, pero sin embargo, el viejo siguió hablando.

-  Vine aquí desde Londres, hace mucho. La insolencia y la gallarda estupidez de los que son como vos, me hicieron huir. Me libré del fuego y de la flagelación por poco. La bobería más abyecta hace que los que no somos imbéciles vivamos alejados. Pero yo al menos no me quejo; aquí he aprendido casi todo lo que sé. Tengo mis libros y la paz del campo de ahí fuera. No necesito más.

- O sea, qué eres un resentido que se agosta en este bosque de mierda. Jajaja… debes ser un loco de los que hablan los capellanes. Unos de esos a los que se le seca el seso con los libros. La verdad es que bien visto tienes pinta de uno de esos santos consumidos que vivían en los desiertos, zarrapastrosos perdidos, y sólo comían langostas y cigarrones. Me das pena, viejo. Tus modales son los de un porquero borracho y me dices que no obedeces a señores. ¡Yo tampoco! Hago lo que me viene en gana. Juego a las cartas y cuando puedo hago trampas. Robo al padre de mi amigo… ¡y a él también si hace falta! Violento a las mozas del pueblo cuando me apetece. Aún así, soy un caballero inglés, respetado por mis camaradas. A ti no te querrían ni en el cubículo más hediondo del infierno. Tus conocimientos son como cagadas de ganso si no manejas el acero diestramente. Esos libros que atiborran tus estantes y tu cabeza son majaderías escritas por bufones como tú. A mí ese papel no me sirve ni para limpiarme el culo…

- ¡Ay del reino y de las gentes que respeten a hombres como vos, Abraham Kyle Troy, amigo de rameras y sirviente de retrasados! - El muchacho se sorprendió de que supiera su nombre. No se había presentado al anciano-. El saber que contienen estos libros harían de sus regias posaderas un bebedero de patos en un abrir y cerrar de ojos si osara acercárselo a su trasero. Duerme, pobre de espíritu, pues podrías levantar la ira de Aquello que ignoras.
Enseguida Abe se quedó dormido en el sillón mullido y antiquísimo. El cuero se adaptaba bien a su espalda y la manta que el viejo le había echado por encima parecía tener el mismo hechizo somnoliento que el vino que había bebido. Soñó espantos sin nombre. Era consciente de que era un sueño, pero sin embargo sentía como su vello se erizaba en sus brazos. No vio nada. No escuchó nada. No olió nada, pero estaba cegado, sordo y la nausea invadía sus pituitarias de una forma imposible de explicar con palabras. Sólo terror. Sintió un leve soplo de viento de aroma acre y el calor de una vela. Y luego la nada de nuevo. Cuando despertó vio al anciano que lo miraba, sorbiendo una pipa de sepiolita labrada con lujuriosos relieves malsanos. Sostenía la boquilla de nácar con los dientes amarillentos y esbozaba una sonrisa maligna. Hasta entonces Abe creía que el viejo era un insolente, pero en sus ojos vio la maldad de todo lo que había soñado. 

- ¿Qué ha pasado, viejo? ¿Qué me has hecho? – Declamó con voz clara, sintiendo otra vez con fuerzas tras su extraño descanso-. ¡¿Qué me has hecho?! ¡he preguntado!

- No he hecho nada fuera de lo corriente. Leer y observar su rostro desgarrarse mientras dormíais. Al entrar en esta casa atravesasteis un umbral que os gustaría no haber cruzado –hablaba entre dientes con su pipa desprendiendo olores marinos-. Ahora sois enemigo de las sombras, enemigo del que duerme, enemigo de los Dioses Otros. 

- ¿Tu enemigo? –dijo levantándose-. ¡Valiente enemigo estás tú hecho! Ven aquí maldito demonio. Te voy a romper el cuello y después quemaré tus estúpidos tomos.

Dio unos pasos apresurados hacia el anciano, que seguía riendo en su silla, lo asió por el cuello y comprobó que el hombre no pesaba más que un hatillo de trigo.

-Yo te maldigo, Abe Troy. Te maldigo con la curiosidad. Una indagación funesta para ti que llenará el infierno con otra alma putrefacta. Yo te…

Cuando aún no había acabado de decir la frase el cuello se tronchó. Se deshizo totalmente en las manos del joven, como si de barro seco se tratase. El anciano, todo él, ropas incluidas se desvanecieron en un polvillo harinoso y que hedía a cubil de serpiente. Enfebrecido y desorientado por el terror empezó a golpear todo a su alrededor. La antigua pulcritud había desaparecido y los volúmenes apiñados en la pared aparecían corroídos y cubiertos de telarañas. En el hogar sólo carbón empolvado. Del estante de la chimenea cogió los pedernales y comenzó a chocarlos en un raro ritual al fuego. Todo estaba tan seco y crujiente que ardió como impregnado por el sebo de un leviatán de las profundidades. Abe saltó por una ventana, enloquecido, con los ojos muy abiertos y con un dolor insoportable en las manos. Así, delirando y rendido lo encontró su padre, que había salido a buscarlo por petición expresa de un joven Lord Costigan, que se aburría.

- Has dormido en un lugar peligroso, hijo –le dijo el herrero mientras lo acostaba en un catre al lado de la chimenea-. Ha debido ser terrible.

Su hijo no contestó. Ni ese día ni en el siguiente invierno. Con la primavera, Abe renació con el Fénix, casi de un día para otro. Decía no recordar casi nada; era mentira, una más. Le habían dicho que durmió esa noche en la cabaña de un brujo que murió hace muchos años; muy poderoso, muy poderoso –susurraba el padre-. No dijo ni una palabra de lo que había vivido esa noche, pero pensaba para sí: “Vaya nigromante de mierda, lo destruí con estas manos como si fuera pan crujiente”. Una vez recuperado volvió a sus andadas con el joven Lord. Fueron a la ciudad y vieron aún más mundo. De vez en cuando venían a contar sus bravuconadas a los pueblerinos de la taberna y a por más oro de los Costigan. Tienen tanto oro como negra es su alma, chafardeaban las viejas del vetusto Lord Costigan, que por estar impedido no podía irse de aventuras con sus compinches.
Coincidió un día que estaban en la mansión de banquete. Un heraldo involuntario, pero satisfecho, el médico de Targhenal, llegó con las nuevas: había estallado la guerra. Los chicos estaban eufóricos. ¡Por fin algo de acción! Irían a alistarse de inmediato. Yo tengo el sable de mi abuelo Tarlogh -dijo Lord Costigan-. Mi padre me hará una espada digna de un rey -replicó Abe- o lo desollaré vivo. Todos estaban alborozados por la noticia y bebieron hasta caer rendidos.
Ascendieron rápidamente a base de quemar pueblos y masacrar a sus gentes. Los franceses huían aterrados cuando oían hablar de la 6ª de Lascartfield. Formada por la chusma de los más oscuros condados de Escocia e Irlanda, los únicos ingleses eran Costigan y Abe. Como se portaban bien a la hora del repartir el botín, sus hombres lo idolatraban. Jamás participaron en batalla alguna. Los altos mandos sabían utilizarlos y crear el terror en retaguardia era su principal misión.
Fueron adentrándose más y más en una Europa desolada y derruida, hasta llegar al Este. Llegaron al caer la noche a una aldea. No sabían muy bien dónde diantres estaban, pero tampoco les importaba mucho. Se alojaron en la casa más brillosa del poblacho, que no dejaba de ser un sitio humilde, aunque a estas alturas que hubiese fuego y vino era lo importante. Un escocés muy feo cantaba melancólicamente y los otros, ebrios y cansados, dormitaban echados en la mesa o en sillones de madera. Abe y su amigo se habían reservado la única habitación con camas, en el piso superior. Llevaban días sin parar en lugar seguro, así que se retiraron pronto. Las camas eran blandas y no tardaron en caer rendidos.
Abe tenía el sueño bastante ligero. Todo estaba en silencio; sólo el aire a través de las rendijas ululaba de forma misteriosa. Algo extraño le albergó. Se puso las botas, y deambuló por el piso de arriba. Todo estaba oscuro, en paz. De repente oyó más fuerte el viento; parecía que venía de lo alto. Buscó. Encontró unas escaleras que parecían no haber sido utilizadas en mucho tiempo. El polvo cubría los travesaños y el olor era dulzón y húmedo. Metió el candil de aceite en el hueco de la escalera y observó al final de los escalones una pequeña puerta. Algo más fuerte que su  cansancio le hizo ascender decididamente, levantando los cenicientos posos al pasar, formando una neblina irrespirable. La puerta estaba atrancada, pujada por la humedad y por los años. Dos patadas contundentes sirvieron para vencer el obstáculo; la entrada daba a una habitación abuhardillada, donde parecía que antiguamente había habido palomos. Todo estaba lleno de excrementos secos, plumas y granos de trigo esparcidos por el suelo. Colgando de las vigas hatos de tabaco de los que sólo quedaban las cuerdas mohosas. En un rincón había una mesita, fuerte y maciza, formada por troncos apenas trabajados y una plancha de madera con mil barnizados. Encima de la mesa, un libro. De repente, sin pensar en nada, sintió curiosidad. Esa curiosidad que le había llevado allí desde su mullida cama. Había atravesado media Europa para sentirla, pero allí estaba. Se sentó curioso en una silla mugrienta, la arrimó a la mesa y leyó la portada del volumen. Ya lo había visto antes. Era el que ese viejo horrible leía mientras el penaba en sueños en la cabaña del claro del bosque. Al tocar el cuero de encuadernar las sensaciones se multiplicaron y esa curiosidad sencilla se convirtió en necesidad imperiosa de leer el contenido del enorme tocho que tenía ante sí. Estaba escrito en alemán, lengua que no dominaba. Pero como por arcana magia las letras cambiaron de lugar y hasta de forma. Ahora estaba listo para aprender. No sabía el precio, pero lo imaginaba, fue consciente de que la maldición del viejo de la cabaña era real, tan auténtica como el sol saliendo por Oriente, tan tangible como la madera vieja que crujía a su alrededor, tan fatal como que el tiempo a su alrededor se desvanecía, dejando en penumbra la sala, una mezcla interminable de días y noches que se sucedían, mientras él leía misterios más allá de toda comprensión humana. Todo el mundo que había conocido no era sino fuego fatuo. Las ominosas realidades repetidas desde los más sombríos eones se manifestaban en su mente como esclarecedoras verdades, que, aunque le parecieran obviedades y perogrullos, eran imposibles de concebir por la raza a la que pertenecía. Y leyó y leyó y leyó del fantástico libro hasta que su piel fue pergamino que se descascarilla y en las cuencas vacías de los ojos, sólo le quedaba grasa seca y gusanos. Su carne desaparecía entre extraños dolores, pero debía seguir; seguir leyendo. Ahora la curiosidad le daba la vida, pues esta había abandonado su cuerpo mortal hacía mucho. Y así continuó leyendo, encerrado, como Segismundo en su castillo, hasta el final de los tiempos.

sábado, 21 de julio de 2012

Proximamente en sus pantallas

Serán, si los Dioses Otros lo permiten, 15 10 relatos de humor cósmico, terror mal rollero, iinvocaciones, verano, mala uva y dibujos muy malos.
A partir del 1 de Agosto. No os lo perdáis.